Friday, May 9, 2025
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Arte para alquilar: el alma en leasing y el glamuroso caos del art licensing

Arte para alquilar: el alma en leasing y el glamuroso caos del art licensing

En algún rincón del mercado del arte —entre el MoMA y el mostrador de Urban Outfitters— existe una zona intermedia, algo vaporosa, un poco bastarda, deliciosamente pragmática: el mundo del art licensing. Es decir, ponerle tu alma artística a disposición de una taza, una camiseta, una funda de iPhone, una cortina de baño, una caja de cereal, o, si tienes suerte y una buena abogada, un billete de lotería.

Licenciar arte es, en esencia, permitir que una obra viaje más allá del cubo blanco, más allá de la mirada curatorial, hacia lo cotidiano, lo comercial, lo reproducido. Es un acuerdo, una danza entre creatividad y capitalismo. Es, en pocas palabras, dejar que tu pintura se convierta en patrón, en superficie, en producto.

Y antes de que levanten el grito los puristas del “arte por el arte”, deténganse. Duchamp ya firmó un mingitorio en 1917 y Warhol convirtió la sopa en monumento. El arte ha coqueteado con lo comercial desde que el primer mecenas le pidió a un pintor que lo hiciera ver menos calvo en un retrato al óleo. El licensing, en ese sentido, no es una traición: es evolución. Es otra forma de supervivencia. Es arte poniéndose los pantalones del siglo XXI.

Pero, ¿es arte o es decoración?

Sí. Es las dos cosas. Y no hay nada de malo en eso. El arte licenciado habita ese espacio incómodo que a veces se parece al éxito y otras al exilio. Los artistas que licencian se enfrentan a la vieja tensión entre visibilidad y validación, entre “quiero que me conozcan” y “quiero que me respeten”. Y, spoiler: muchas veces el respeto llega después del cheque.

Los grandes del diseño y la ilustración lo saben. Hay artistas que viven más de una licencia bien negociada que de una carrera entera en galerías boutique con vino barato y curadores indiferentes. Y aunque nadie dice que imprimir tu obra en una almohada la convierte en un fresco renacentista, tampoco podemos fingir que no hay algo radicalmente bello en que una imagen viaje, se multiplique, y forme parte de la vida diaria de miles de personas.

El arte no se prostituye, se adapta

Licenciar no es venderse. Es expandirse. Es negociar con los fantasmas del ego y decir: sí, quiero que mi dibujo de una galaxia femenina esté en una libreta escolar en Kansas. Quiero que una abuela en Monterrey vea mi abstracción sobre el trauma intergeneracional cada vez que se sirve su café. Quiero presencia, no sólo reverencia.

Licenciar también es una decisión estratégica. Es entender el arte como lenguaje, pero también como industria. Es decirle al mercado: “voy a jugar con tus reglas, pero con mis imágenes”. Y eso, amigos, tiene más punk que muchos creen.

¿Y el alma?

El alma está donde tú decidas ponerla. En un mural monumental, en una línea fina sobre papel japonés, o en una taza de cerámica vendida en Target. El licensing no le quita profundidad a una obra. A veces, incluso, la lleva más lejos. A veces, la vuelve mantra, repetición, símbolo. Y no olvidemos: los símbolos cambian el mundo.

Así que a los artistas: no teman licenciar. Háganlo con cabeza, con contrato en mano, y con la conciencia clara de que su trabajo puede (y debe) habitar muchos mundos. Que se imprima. Que se venda. Que circule. Que viva.

Porque, después de todo, el arte que no circula… se queda colgado.

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