Mark Rothko
Escrito por Marina Valcárcel
Rothko quería que miráramos sus cuadros de cerca. Según el pintor, la “distancia adecuada” era de 18 pulgadas, algo así como la medida de nuestro brazo, de manera que nos sumergiéramos en ellos, en sus mares de color, como en un potente sueño. La densidad de pintura es tal, que la cantidad de tonos se vuelve innumerable y la emoción se multiplica. Por eso no enmarcaba los lienzos y pintaba sus cantos para que no se percibieran los márgenes, su principio ni su fin, como si fueran especies distintas que intentan atrapar a todo el que se acerca con su lenguaje, sus medidas y sensaciones propias. Directos al alma. Muchos de los cuadros del final de su vida son de tamaño humano, insistía en que se colgaran casi en el suelo, para que el espectador pudiera dar un paso y entrar en ellos. Es difícil describir esta pintura porque vence a las palabras y sobrepasa al lenguaje. Ocurre como con la música cuando nos habla desde otro registro. Rothko vibraba al oír a Mozart y creía, como Kandinsky, que el color usado de una manera precisa, con determinada intensidad y combinación, podía actuar de forma parecida al sonido, como notas musicales.
Mark Rothko, Numero 14, (1960) San Francisco Museum of Modern Art.
En este invierno, la Fundación Louis Vuitton nos propone adentrarnos en la complejidad de este genio con una ambiciosa retrospectiva que ha reunido hasta 115 obras procedentes de los fondos de su familia y de importantes instituciones: desde la Tate Gallery de Londres a la National Gallery of Art de Washington. Ellas son las que trazan, paso a paso, en un itinerario cronológico, el camino del pintor desde sus primeros cuadros figurativos hasta las abstracciones que le definen y que hoy inundan con sosiego la goleta de velas de cristal que Frank Gerhy diseñó en el Bois de Boulogne de Paris.
Christopher Rothko (1963), hijo del artista y comisario de la muestra, nos da una clave antes de entrar en esta misteriosa galaxia de colores: “Debemos dejar de mirar la superficie pintada y mirar a través del cuadro”. Las composiciones clásicas de Rothko son una serie de “puertas” que facilitan este proceso. Sus campos horizontales de pintura son el resultado de nuestros campos visuales.
Mark Rothko en 1960 delante de Número 7.
En la sala 1 nos recibe el único Autoretrato (1936) de Mark Rothko (Daugavpils, 1903-Nueva York, 1970), de silueta sólida, impenetrable y girada tres cuartos. Todo el poder del retrato se concentra en una mirada protegida detrás de unas gafas oscuras que parecen indicarnos desde el principio, que el artista no miraba hacia fuera, sino que buscaba y pintaba desde dentro de si mismo.
Mark Rothko, Autorretrato, (1936), Colección Christopher Rothko.
Markus Rothkowitz llegó al seno de una familia judía de clase acomodada y culta en Daugavpils, actual Letonia, entonces parte del Imperio ruso, en 1903. El asesinato del zar Alejandro II en San Petersburgo había desatado una oleada de linchamientos hacia el pueblo judío que se alargaron hasta la Revolución de 1917, en este ambiente creció el joven Rothko. Las purgas obligaron a su familia a emigrar a Estados Unidos y el niño de diez años que solo hablaba yidish y ruso atravesó el país de costa a costa en un tren hasta llegar a Portland con la única compañía de un cartel en el que llevaba escrito su nombre y destino colgando del cuello. La visión del paisaje infinito, percibido desde su tamaño de niño a través de las ventanas del vagón, le acompañó ya para siempre. De adulto, se nutrirá de lecturas y reflexiones sobre arte y filosofía, desarrollando un carácter intelectual de ideas avanzadas. Después de dejar Yale su escuela fue la vida que le puso a prueba. En 1923, descubrirá por casualidad la pintura en el “Art Students Leage”. Se nacionalizó en 1938 y dos años más tarde adoptó el nombre de Mark Rothko.
En estos años, la pintura había trascendido su finalidad meramente figurativa. Los movimientos vanguardistas empezaban a elevar el arte a niveles casi religiosos o filosóficos que desembocarían en el cubismo o la abstracción teorizada de Kandinsky. Rothko canalizará todas estas ideas a través de uno de sus maestros, Max Weber, pionero del cubismo estadounidense de origen ruso judío, quien le influirá en la concepción de la pintura como medio de expresión en el plano emocional y religioso.
Rothko delante de una de sus obras
Empezó a pintar en un Nueva York efervescente, convertido a partes iguales en un escenario artístico floreciente y, a su vez, en una ciudad tambaleante sumida en el crack de 1929. Como la mayoría de los pertenecientes al Expresionismo Abstracto, su pintura se desarrollará bajo la influencia del postimpresionismo y del surrealismo consolidados en EE.UU por la entrada de grandes colecciones privadas que se exponían en museos y galerías de Nueva York. En el Rothko inicial calará hondo el surrealismo en su última etapa de las post vanguardias, el más onírico o biomórfico, de formas abstractas y disueltas que se mueven por paisajes difusos y amplios. Cronológicamente, la exposición comienza en estos años, tras varias tentativas de paisajes y un importante encuentro con Milton Avery en 1928. La sensación de crisis en Nueva York es perceptible en una serie de lienzos figurativos de colores apagados, basados en el metro y otros espacios cerrados que rodean a figuras anónimas y solitarias de siluetas alargadas y atrapadas en el espacio arquitectónico.
Mark Rothko, Sin título (El metro), 1937, Colección Elie y Sarah Hirschfeld.
En los años cuarenta su obra evolucionó al plantearse la cuestión crucial del tema en su dimensión “trágica e intemporal”, a través de mitos universales. Rothko fue un gran lector de Nietzsche y del teatro de Esquilo, en cuyas obras encontró un repertorio mitológico, imágenes de héroes arcaicos transformados en monstruos con cuerpos híbridos y desmembrados. El pintor canalizaba así, como en un eco íntimo, el recuerdo atormentado de los pogromos de su infancia entreverado con nociones de la Shoah. En sus cuadros los espacios y las formas se irán licuando en manchas de color translúcido. Las plantas y pájaros, los tótems y “organismos” derivarán hacia unos espacios subacuáticos, en una división espacial de zonas diferenciadas que, desde entonces, se convertirán en una constante. Los títulos desaparecen.
A partir de 1946, dio un giro decisivo hacia la abstracción, cuya primera fase fueron los Multiforms, en los que masas de color suspendidas tendían a equilibrarse. Cuando miramos el cuadro Monje ante el mar de Friedrich (1808-1810), Rothko parece estar ya ahí, convertido en ese pequeño fraile pintando con su mirada la escena abismal y sublime del océano.
Caspar David Friedrich, Monje a la orilla del mar, (1808–10) Alte Nationalgalerie, Berlín.
Mark Rothko pertenece a una disciplina con sus propias clasificaciones. No es un pintor actual, ni siquiera contemporáneo, es un “modernista innovador”, algo así como el último de los maestros. A principios de los años 1950, llegan las “obras clásicas”: campos de color abstractos en los que a través de múltiples estratos translúcidos de pintura se producen miles de variaciones de tonos, acordes y disonancias, como si fueran llamas de apogeo cromático. A menudo y con ligereza se piensa que artistas como Rothko pintaban con una técnica elemental, sin embargo, su fórmula complejísima y secreta podría compararse a la de los maestros venecianos de los siglos XV y XVI. Rothko pintaba con veladuras: sucesivas capas semitranspatentes sobre un color previo que buscan un efecto de superposición para intensificar el tono subyacente de la base. Hay que apreciar su elección por esta técnica tradicional, utilizada desde los romanos hasta los hermanos Van Eyck, para llevarla a una escena tan radical y minimalista.
Mark Rothko, Número 9 (1952), Colección privada.
La época central de su carrera pictórica está particularmente bien representada en esta retrospectiva con unas 70 obras que incluyen dos instalaciones excepcionales: la de la Colección Phillips de Washington y los Murales Seagram llegados desde la Tate con sus rojos y marrones de intensidad apagada que colorean un espacio para el que Rothko se dejó influir por la Biblioteca Laurenciana de Miguel Ángel.
Sin embargo, la sala 10 es la que tiene el eco más difícil de describir: entre los lienzos negros y grises del pintor, tres esculturas de Giacometti defienden, convertidos en guardianes de bronce, los cuadros del último año de su vida. Las palabras de Rothko resuenan allí con un eco hondo: “A los que piensan que mis cuadros son serenos, me gustaría decirles que, en cada centímetro cuadrado de su superficie, he capturado la violencia más absoluta.”
Sala 10 en la exposición Rothko, París, Fondation Louis Vuitton.
A las 09:00 hs del lunes 25 de febrero de 1970, Oliver Steindecker, ayudante de Mark Rothko, entraba, como acostumbraba todos los días, en el estudio del pintor del número 157 de la calle 69 Este. Pero aquella mañana en lugar de encontrarle trabajando, vio su cuerpo sin vida, vestido solo con una camiseta blanca y unos calcetines negros, tumbado boca arriba, con los brazos ligeramente abiertos, sobre un pequeño charco de sangre coagulada. La hoja de afeitar con la que se había seccionado las venas del antebrazo había sido meticulosamente envuelta en un pañuelo de papel. El veredicto del forense fue escueto: “An open-and-shut suicide” (un suicidio a cara descubierta) y la causa de la muerte el desangramiento, aunque previamente había ingerido una fuerte dosis de barbitúricos atenuantes del dolor y la agonía. El New York Times fue el primero en difundir la noticia. Tenía 66 años y había decidido poner fin a su vida en el mismo lugar en el que nacían sus lienzos.