Yun Hyong-keun y la Puerta de la Tierra y el Cielo en el Dansaekhwa
El Silencio Profundo: Yun Hyong-keun y la Esencia del Dansaekhwa
Existe en el arte una búsqueda incesante de la verdad, un anhelo por despojar la forma hasta alcanzar el núcleo de la existencia. Pocos artistas han encarnado esta búsqueda con la sobriedad y la profundidad existencial de Yun Hyong-keun (1928-2007), cuya obra se erige como un pilar fundamental del movimiento coreano Dansaekhwa o Pintura Monocromática. Un movimiento que, más que una simple tendencia estética, se convirtió en una filosofía de vida plasmada sobre el lienzo, una meditación en color y materia nacida del trauma histórico y el espíritu ancestral coreano.
La vida de Yun fue un crisol de tragedias y turbulencias. Nacido bajo la opresión de la ocupación japonesa y marcado por las vicisitudes de la Guerra de Corea y los subsiguientes regímenes autoritarios, su juventud no fue el “gran periodo” que debió ser, sino, en sus propias palabras, “una pesadilla”. Tras ser encarcelado y enfrentar la ejecución, la pintura no fue un mero hobby o carrera, sino un refugio, una vía de autodisciplina y, finalmente, un testimonio de la resistencia del espíritu. Como el arte de los grandes pensadores que nos precedieron—desde la ética de Baruch Spinoza hasta el nihilismo de Friedrich Nietzsche—la obra de Yun se forjó en el dolor de la realidad, buscando una pureza más allá de la política y las trivialidades humanas.
La Puerta de la Tierra y el Cielo
El estilo distintivo de Yun, desarrollado a partir de la década de 1970, es una lección de rigor y ascetismo. Redujo su paleta casi obsesivamente a dos únicos colores: Siena Tostada (Burnt Umber), que simbolizaba la Tierra, y Azul Ultramar (Ultramarine Blue), que representaba el Cielo. Al mezclarlos y aplicarlos repetidamente sobre lino o algodón sin imprimar, el artista buscaba la fusión, el punto de encuentro donde lo terrenal y lo celestial se volvían indiscernibles, dando lugar a una tonalidad casi negra, densa y monumental. Yun llamó a estas composiciones, a menudo bloques rectangulares oscuros, la “Puerta de la Tierra y el Cielo”.
La técnica es tan crucial como el color. Yun diluía los pigmentos con trementina, permitiendo que la pintura se filtrara en las fibras del lienzo crudo, manchándolo de manera similar a la tinta tradicional sobre el hanji (papel de morera coreano). Esta penetración de la pintura elimina la dicotomía occidental entre figura y fondo, haciendo que el soporte y la materia sean inseparables. Los bordes de sus formas son inestables, difuminados por la absorción desigual del diluyente, creando un halo fantasmal que dota a la obra de una presencia física y un sentido de temporalidad. Cada capa, aplicada a lo largo de días o meses, es una huella del tiempo, un registro del proceso vital del artista.

Dansaekhwa: Proceso, Materia y Meditación
Yun Hyong-keun es, sin duda, la figura más prominente asociada al Dansaekhwa, un término acuñado de forma retrospectiva para agrupar a artistas coreanos de los años 60 y 70 que compartían un interés en la pintura monocromática y la materialidad del lienzo. A diferencia del Minimalismo Occidental, que a menudo enfatizaba la objetividad formal (como las cajas de Donald Judd, quien curiosamente admiraba la obra de Yun), el Dansaekhwa está profundamente arraigado en una sensibilidad oriental que valora el proceso y la meditación.
La repetición en la técnica de Yun, al igual que los ejercicios de pensamiento reflexivo que proponen Richard Paul y Linda Elder, o la insistencia en la acción pura de un maestro zen como Thích Nhất Hạnh, transforma la creación en una disciplina espiritual. La pintura no es una ilusión; es una presencia física, una manifestación de la energía del artista y su conexión con la naturaleza. Sus bloques oscuros no son vacíos, sino intervalos, “silencios” cargados de significado, resonando con la quietud buscada por el maestro espiritual Ramana Maharshi.
Al contemplar una obra de Yun Hyong-keun, el espectador es invitado a la introspección. No hay narrativas complejas ni colores explosivos; solo la confrontación con la materia, el color y el tiempo. Es una abstracción que no huye de la realidad, sino que destila su esencia más amarga y hermosa. En sus lienzos, Yun nos ofrece no solo un portal entre la tierra y el cielo, sino también un espejo para el autoconocimiento, donde la tragedia de la vida se funde con la sabiduría de la naturaleza en un tono de solemnidad y paz profunda. Su legado es el de un artista que entendió que el arte verdadero, al igual que la vida, es un viaje colectivo y honesto, donde la pureza de la persona es el origen del arte eterno.
“A mí me gustaba uno. Era como un primer brote, como en el campus.
Levanté la cabeza y de pronto vi lo oscuro caer con fuerza.
“¿Por qué lo haces así, pintando tan poco?”, le pregunté.
Él respondió: “Mira, es porque lo he desgastado.”
Hyong-keun
Había una pequeña comisaría del barrio, y estaba marcado por el jefe allí.
Nadie quería acercarse a él.
Así que, si no hubiera sido por aquel incidente del destino, quizá el maestro Yun nunca habría pintado.
Después de ese suceso, diez años, el rencor de la era de Yushin se transformó en pintura.
Para el maestro Yun, el arte era aquello caído y separado que se elevaba de nuevo como creación.
El arte no es aburrimiento, es lo que sostiene la vida.
Esa mancha, esa palabra, se volvió significativa.
Cuando trasladaba la tinta, el sabor propio del material aparecía con fuerza.
Eso permitía dar peso al plan.
Ese año, su vida diaria —que debía enfrentar cada día— la continuó con la constancia de un campesino que labra la tierra.
“El pintor es alguien que entra en el futuro.”
Se preguntaba hasta dónde podía llegar con la densidad.
Persistir mucho tiempo en lo más obvio y profundo: ese era el maestro Yun.
Su escritura y su pintura siempre estaban en relación con la sociedad.
Creo que eso es lo que lo llevó del arte abstracto hacia un expresionismo propio.
No evitó la historia que Corea cargaba, sino que la enfrentó de frente.
Y al final, todo eso se liberó en la pintura.
Lo hermoso es cuando la superficie del error se desprende,
cuando la apariencia vacía se disuelve,
cuando hasta la lluvia se ha retirado y lo esencial queda al descubierto.
Vivir en la verdad, apostar la vida:
eso es lo más hermoso del ser humano.
El hombre verdadero y honesto lleva un color interior.
Él no solo pintaba bien,
él mismo era la obra.
Porque para que la obra esté en pie, el ser humano debe estar en pie.
La obra es la huella de la persona.
Y con el tiempo, esa dignidad del hombre se revela.
Esa dignidad suprema, que no necesita templo,
creo que es la mejor de las obras.