Juanita Reverón

Juanita Reverón

La historia de Armando Reverón y Juanita Mota de Reverón está envuelta en un aura de magia, tragedia y delirio. En este texto, la desaparición de Reverón no solo sella el destino de Juanita, sino que transforma el mítico Castillete en un escenario de espectros y ausencias. Con una prosa poética y evocadora, se teje un relato donde la identidad se desdobla y la locura se convierte en una forma de resistencia ante la pérdida. La luz y la sombra, elementos esenciales en la obra del maestro, cobran aquí un significado existencial, marcando el tránsito entre el olvido y la persistencia de la memoria.

Perez Art Museum PAMM
Pérez Art Museum Miami

Este texto fue extraído del perfil de Facebook de Daniel Hernández (https://www.facebook.com/danher50)

Por Víctor Mosqueda Allegri

Cuando Reverón fue enviado al manicomio por última vez y para siempre, Juanita rápidamente murió de tristeza, dicen los cronistas. Murió ahogada por la espuma blanca, prístina y cegadora, de un oleaje de recuerdos; murió aplastada por la oscuridad de El Castillete, donde la luz había decidido partir junto con Reverón para no volver; murió de silencio y melancolía. Murió de cordura y abandono; porque incluso el último de los Panchos decidió marcharse, sin ánimos de mirar atrás. Tomó una maletita de cuero, y metió allí algunos de sus cachivaches y medio racimo de cambures. Se marchó a la selva que rodea las playas de Macuto, para alfabetizar a los monos que se encontrara en su camino, y enseñarles a usar, también, tenedores, corbatines y sombreros. Con el último Pancho y la luz, también se fueron las visitas. Juanita se quedó sola en un rancho laberíntico lleno de muñecas; en un harem de concubinas enamoradas, sin su señor. Pero también las muñecas empezaron a marcharse poco a poco. Cada noche, Juanita contaba a sus compañeras y a la mañana siguiente una hacía falta. Algunas aparentemente lograban escapar ilesas. Pero a otras las encontró a medio camino de huida. Una despeñada por el desfiladero delante del rancho, siendo devorada por los cangrejos de la playa. Otra, destazada en los bordes de la selva, quizás por un cunaguaro o algún felino mayor. Una última destripada por zamuros daltónicos, que no hacían diferencia entre trapo sucio y carne humana.

Pero todo acabó cuando se terminaron de marchar los pájaros. En la malla del patio, no quedaban ni los piojos de algún pajarito de papel. Sólo entonces, la luz terminó de abandonar cada espacio respirable, y las tinieblas inundaron El Castillete. Juanita tuvo que aprender a caminar a tientas, a vivir a tientas, como un ciego, como un lúcido, incluso a plena luz del abrasador sol de la costa. No era posible ver un solo color en kilómetros de paisaje; ni amarillo, ni verde, ni naranja, ni azul… ni mucho menos blanco.

Juanita entonces abrió el baúl de Armando y sacó sus ropas. Cosió y descosió a ciegas y los arremendó a su medida. Se puso la ropa raída encima y se subió a un cocotero. Despeinó docenas de cocos y con sus pelos se hizo una barba poblada, con la que adornó la mitad de su cara y se hizo también un vello corto y rizado que rellenó buena parte de su pecho y abdomen. Cambió el color de su piel con los patuques blancos de Armando. Buscó los pinceles, las telas, el atril, se sacó la camisa, se ató un mecate fuertemente a la cintura, tan fuerte que cortaba la respiración y las ideas, y comenzó a pintar. Poco a poco Juanita se fue diluyendo de El Castillete, y la luz comenzó su lento regreso. Con Armando Reverón una vez más en su rancho trabajando todo el día, un nuevo Pancho se presentó para el oficio de portero, las muñecas regresaron del más allá, por medio de ritos espeluznantes que la misma noche realizó, los pájaros volvieron, esta vez con esposas e hijos, y las visitas comenzaron a tocar a la puerta esperanzadas de ver al maestro.

Mientras tanto, en la celda de un psiquiátrico, moría rápidamente Juanita Mota, de tristeza, de soledad, de oscuridad y de cordura. Armando, en su rancho, la dibujaba día y noche, con el recuerdo fijo en una obsesión, tratando de traerla de regreso, y con ella, al resto de la luz.

Comentario de Sandro Oramas

Poético y conmovedor este texto pero obviamente lejos de la realidad. Si bien admiro y respeto el autor, siento la obligación de aclarar, más allá de lo que pudiera aportar este el ejército literario y narrativo, que Juanita no murió inmediatamente después de su esposo (Reverón) sino muchos años más tarde. No murió en la celda de un psiquiátrico ni abandonada, todo lo contrario, murió acompañada por sus vecinos de la comunidad y allegados quienes la cuidaron hasta sus últimos días en el castillete. De esto y más soy testigo porque la conocí personalmente. Apenas tenía 10 años. Pernocté en el castillete compartiendo a temprana edad las tareas museológicas de mis padres mientras trabajaban en el rescate las muñecas y objetos de utilería artística de Reverón para convertir el castillete en un museo, que inauguró más tarde nuestro querido Aquiles Nazoa. Aún las telas vírgenes de Reverón colgaban del techo del Caney central y Juanita nos preparaba el desayuno en la vieja cocina donde por años cocinó para su adorado Armandito. El olor de las muñecas mezclado con el aroma del salitre e impregnaba el reluciente verdor de las mañana en el castillete. Una imagen que me quedó literalmente tatuada en la memoria. Por eso puedo hablar con propiedad ya que soy de las últimas personas que tuvieron el privilegio de vivir desde las entrañas del tiempo el espacio vivencial de Reverón. Creo que si bien todos tenemos la libertad de idealizar e inspirarnos con las figuras de Reverón y Juanita, también demasiados mitos y desafortunadas leyendas se han sembrado en el imaginario popular y la historiografía de lo que fué la verdadera identidad y vida del pintor y su consorte. De allí una imagen trillada de “el loco de Macuto” y de Juanita Mota la musa “negra” del artista perverso, cuando en realidad Juanita era simplemente una mujer sencilla del pueblo que Reverón veneró no solo como modelo sino como a una virgen hasta el final de sus días. Dignifiquemos entonces la imagen y genio del artista y su consorte con el mayor respeto a su memoria, como un patrimonio ejemplar del genio creador de los venezolanos.

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