Un idealizador de broncíneos cuerpos
Por Julio César Briceño Andrade.
Jorge Mena y yo compartimos una anécdota singular. Ambos fuimos rechazados en el III Salón Nacional de Jóvenes Artistas del año 1985. Como forma de protesta ante esta decisión, organizamos una colectiva que denominamos “Estética de la Ética”, la cual se exhibió en la Galería El Muro de La Castellana y en la Galería G de Las Mercedes, ambas en Caracas. Aunque mi nombre no figura en el catálogo por haber llegado tarde a la convocatoria, la muestra incluyó obras de un grupo significativo de artistas, todos ellos rechazados del Salón: Arturo Carrión, Humberto Cazorla, Frank Cisnero, Maruja Contreras, Iván Dávila, María Egea, Susana Goldin, Elizabeth González, Juan Loyola, JORGE MENA, Consuelo Méndez, Nelson Montezuma, Ismael Mundaray, Gazniella Pagazani, Salvador Rodríguez, Gloria Rojas, Carlos Sánchez Vezas y Julio César Briceño.

Es importante destacar que Frank Cisnero, Jorge Mena e Ismael Mundaray asumieron la vocería del grupo ante los medios de comunicación, denunciando lo que percibían como un intento por parte de un sector de la cultura de imponer una tendencia artística específica en ese momento. Lo verdaderamente llamativo de esta historia es que, cuarenta años después, muchos de los artistas aceptados en aquel Salón ya no ejercen el arte, mientras que la mayoría de los rechazados de nuestro grupo sí logramos alcanzar nuestro sueño artístico.
La protesta más contundente de aquel entonces la protagonizó el indomable Juan Loyola. El día de la inauguración del III Salón Nacional de Jóvenes Artistas, en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, y ante la presencia de la directora del museo, Sofía Imber, y del Ministro de Cultura, José Antonio Abreu, Loyola derramó tres latas de pintura —amarilla, azul y roja— en el suelo. Acto seguido, se lanzó al piso y se revolcó en la pintura, vociferando críticas. Luego se levantó y salió caminando, dejando un rastro de color por el piso hasta que fue detenido. En nuestra colectiva de la Galería El Muro, Juan Loyola exhibió dos cuadros que incorporaban los retazos de su camisa manchada, los cuales, casualmente, sirvieron de fondo a una de mis propias obras, titulada “Los trabajadores van al banco”, una forma de protesta por el colapso bancario que afectó a Venezuela en esos años.
Esa fue la primera vez que me encontré con Mena, un joven robusto, de cabello largo, bigotes y una pequeña barba. Desde entonces, nuestros caminos se fueron reencontrando en cada una de sus exposiciones individuales, pues admiro profundamente la forma en que imagina los cuerpos y la tenacidad con la que, personalmente, funde y termina sus obras en bronce. Sé por otros colegas que él domina el proceso de principio a fin, lo que le confiere todo mi respeto.

Coincidimos notablemente en su exposición individual “CUERPOS PSÍQUICOS” (1992) en la Galería UNO de Las Mercedes. Al observar esas esculturas, interpreté esos “cuerpos psíquicos” como una manifestación de crecimiento personal y espiritual. Los percibí como humanoides imaginarios en alta tensión, quizás en un intento por superar patrones emocionales y mentales en su propio desarrollo. De aquella muestra, la obra “Alicia” captó mi atención de manera especial, donde percibí un ser hermafrodita de cuerpo firme y una gracia femenina singular.
Luego, en 1997, me sorprendieron gratamente las obras de su individual “OFRENDA”, en la misma Galería UNO. En esa muestra, sentí un homenaje profundo a la mujer, interpretada con una fuerza creativa más delicada y cuerpos más femeninos. Mena idealizaba a la mujer latinoamericana, sin duda su fuente de inspiración, logrando en sus figuras una conexión palpable con lo divino. Como bien expresa la curadora Milagros Bello en su cuidadoso análisis del catálogo: “Mena retoma el sentido trascendente que signaron los clásicos al cuerpo: esteticismo sutil en los efluvios composicionales y en los movimientos, graciosos y de fuerza potente (terribilitá) en la devoradora sensualidad de las curvas, serenidad mística en las entregas y ofrendas”. De esa exposición, la obra “Akita” me cautivó por su entrega total a la mirada del espectador.
En 2002, nos volvimos a encontrar en la Galería Dimaca de Los Palos Grandes para su exposición individual “PIEL”. En esta muestra, Mena representaba simbólicamente su concepto de la mujer ideal, una figura sin fronteras entre el mundo interior y exterior, sin desconexiones entre el cuerpo y el espíritu, y sin las inquietudes habituales entre el bien y el mal. Como escribió el maestro Oswaldo Vigas en el catálogo: “…cuán difícil es disociar estas figuras del símbolo de la sexualidad más salvaje que se esconde en el seno del alma masculina”. En esa muestra, la obra “Roraima” se erigía como la Reina de aquel mundo onírico donde Mena era el Rey.
Después de “PIEL”, las circunstancias se volvieron más complejas, aparecieron los retratos imaginarios, y desde entonces, Jorge y yo solo nos vemos virtualmente a través de las redes sociales. (Julio César Briceño – Escultor)






