El oro y lo divino: La espiritualidad en la joyería de los pueblos indígenas de América
El oro nunca fue solo un metal. Para los pueblos indígenas de América, fue y sigue siendo un puente entre lo terrenal y lo sagrado, un reflejo de la luz del sol, la piel de los dioses, el pulso del universo materializado en algo que se podía tocar, moldear, llevar en el cuerpo. Antes de que los europeos lo vieran solo como un símbolo de riqueza y avaricia, las culturas nativas del continente americano ya lo habían transformado en un vehículo de conexión espiritual, en amuletos cargados de poder y significado.
Desde los elaborados pectorales de los taironas en Colombia hasta las delicadas orejeras mochicas en Perú, cada pieza de oro tenía una intención más profunda que la simple ornamentación. No era joyería, era cosmología en miniatura. Los mayas, por ejemplo, forjaban diademas y colgantes que representaban deidades, jaguares y figuras mitológicas, creyendo que al portar estos objetos, el usuario absorbía sus atributos: la ferocidad del felino, la visión de la serpiente emplumada, la autoridad de los ancestros.
Más al norte, los haida y tlingit del Pacífico trabajaban el oro con un nivel de detalle que rivalizaba con cualquier taller renacentista. Sus brazaletes y anillos con figuras totémicas no eran solo marcas de linaje, sino también herramientas espirituales, formas de llevar consigo la protección de los espíritus animales. Cada trazo, cada curva, era un lenguaje simbólico que hablaba de conexiones invisibles entre el mundo humano y el mundo espiritual.
Y si viajamos a los Andes, encontramos el esplendor del oro incaico, donde la joyería no era un lujo, sino un símbolo de poder divino. Los sacerdotes y gobernantes no llevaban oro solo para mostrar estatus, sino porque creían que era un canal directo con Inti, el dios sol. Los discos de oro, las máscaras funerarias y los tocados eran, en esencia, antenas espirituales, formas de sintonizar con las fuerzas cósmicas.
Pero aquí viene la ironía brutal: lo que para estos pueblos era un vínculo con lo sagrado, para los conquistadores se convirtió en un motivo para la destrucción. El oro, que servía como puente entre mundos, se fundió en barras, se convirtió en monedas, en capital, en armas. Se perdió la intención, se borró la historia, se rompió el hechizo.
Aun así, la conexión entre la espiritualidad y el oro no desapareció del todo. Hoy, artistas indígenas contemporáneos están retomando esa relación ancestral, reinterpretando los símbolos y trayendo de vuelta la idea de que la joyería no es solo para lucirse, sino para trascender. Creadores como Keri Ataumbi (Kiowa) o Pat Pruitt (Laguna Pueblo) mezclan técnicas tradicionales con enfoques modernos para revivir la idea de que una pieza de oro puede ser tanto una declaración estética como un manifiesto espiritual.
Porque el oro no es solo un metal. En las manos correctas, sigue siendo luz, sigue siendo historia, sigue siendo un eco de lo divino.