Hacedor de Santos: La yerba dragón
Como novicio que era sólo veía y callaba, pasaba la mayor parte del tiempo machacando yerbas sobre morteros.
Curador y crítico de arte Eduardo Planchart Licea
Tras su sorpresiva llegada Juan Crisóstomo fue evasivo durante días, por las tardes caminaba entre el huerto, o sentado sobre cualquier piedra fumando la pipa, que le había regalado uno de los novicios del convento.
Entre anillos de humo fumó la picadura hecha por mi padre. Parecía sopesar cada instante de su vida. Cuando le hablaba me ignoraba, no deseaba que lo sacaran de sus pensamientos. Con el tiempo supe que pensaba en el desatino en que se había convertido su vida, al vivir de pueblo en pueblo como Odiseo tocado por la furia de los dioses del Olimpo.
No podía aguantar más de unas semanas en ningún lugar y menos en su hogar, era como si pesara sobre él una maldición y estuviera a la búsqueda de un sentido que estaba por revelársele, pero nunca llegaba ese vuelco en su vida. Los días lluviosos y neblinosos lo hacían meditar, sentía que se le escapaba la vida, la muerte se le empezaba a acercar y temía no cumplir con su destino.
Como novicio que era sólo veía y callaba, pasaba la mayor parte del tiempo machacando yerbas sobre morteros. Esa mañana de noviembre, me había pedido Fray Bernardo que necesitaba mezclar savia de frailejón morado con hojas de sauce, recién extraídas del páramo, para hacer un jarabe que aliviara la trancazón del pecho de uno de los novicios; cuando me daba las instrucciones dijo:
– Eduardo, la vida es breve, la muerte está siempre ahí esperando con su guadaña para cegar nuestra existencia en el momento menos esperado, sin ninguna misericordia, acaba con sueños y anhelos. Para ti, ella todavía no es una realidad, eres joven y te sientes inmortal. Pero en unos años, cuando veas encanecer tu pelo y tu rostro se pueble de arrugas, empezarás a preocuparte. Por eso nunca dejes para mañana lo que has de hacer hoy.
Las reflexiones de Bernardo me hicieron recordar el deseo que devoró gran parte de su vida, la búsqueda de la milagrosa Yerba Dragón, llamada en el páramo Díctamo Real. Costaba entender cómo tras una vida dedicada a ese sueño, había renunciado a él.
Cuando se lo pregunté, trató de explicarme que había decido abandonar la lucha de una vida guiada por vanas ilusiones, desde hace años había intentado renunciar a esos deseos que enfebrecieron su vida. Ahora deseaba alejarse del dolor, y que lo invadiera la tranquilidad; decía que el único camino que conocía para lograr la quietud del alma era el desapego.
Me parecía una tontería eso de vivir sin deseos, sin ambiciones, lo veía como morir en vida. Un día tras mucho meditar se lo reproché, mientras él improvisaba versos a las plantas del huerto, agachado para remover la tierra, en voz baja decía:
Inanna, rescataste el alma de Tammuz de la muerte,/ tras mostrar su desnudez a la reina de la quietud y la fetidez,/ y tú pasiflora, rescatas al alma de la angustia./ Artemisa, tenaz cazadora del arco blanco forjado por los cíclopes, estás acompañada de nueve ninfas venidas del reino de Poseidón./ Las flores nacidas de tus lágrimas deben ser recogidas en julio,/ para la buena digestión del cochino./Con tu aroma y tu hervor purificas el hogar,/como con tus certeras flechas matas a quien se atreve a intentar violar tu virginidad./Adonis, el centauro Quirón te reveló sus secretos:/entre estos preciados dones están las flores de manzanilla, nacidas de tu sangre, deben ser recogidas y secadas a la sombra un viernes,/regido por Venus, tu protectora y amante,/ hervidas esas florecillas curan el acelerado galopar del corazón.
Al interrumpir sus versos, me miró como saliendo de un ensueño:
– ¿Qué Tienes jovenzuelo? Siento por tu mirada que estás juzgando mi vida, cuando aún no has comenzado a vivir y tu poca experiencia te impide distinguir lo que es, de lo que no es, pero quizás estés por buen camino. Al terminar de hablar se paró el fraile apoyándose en su bastón para sentarse cerca del pozo:
– Acércate Eduardo, debes saber que estás aquí para renacer al espíritu, pero antes debes morir a este mundo. Los evangelios nos enseñan que no debemos preocuparnos por vestir, comer o vivir, sino para hacer el bien al prójimo… Sabes, a estas alturas de mi vida creo que con no hacer el mal es más que suficiente. Para eso estudias con tanto ahínco los evangelios de Juan y Mateo, no solo para recitarlos de memoria, poco a poco irás entendiendo.
Cerca del pozo, se paró del banco de madera donde estábamos y se dirigió caminando para tocar con delicadeza paternal los pétalos de una rosa blanca. Al olerla, pensó en voz alta:
– La rosa es una de las flores más bellas de la creación, pero cuando nos dejamos hechizar por ella, somos capaces de arrancarlas de manera despreocupada, clavándonos sus espinas.
Salió de su ensimismamiento y dirigió su intensa mirada hacia mí y dijo:
– ¿Nunca te has preguntado por qué una flor tan bella y frágil tiene sus tallos cubiertos de hirientes espinas? Es una metáfora. El camino para oír los ecos del alma, es como la hiriente belleza de la rosa, para llegar al Cristo que hay en cada uno de nosotros, debemos pagar el mal que hemos hecho aquí en esta tierra. Arrepentirnos desde el fondo de nuestra alma. Perdonándonos, el Señor nos perdona, solo de esa manera se borrará el mal que hemos hecho. Llegar a esa encrucijada es la noche oscura del alma, es morir en vida y crucificarse a ella para resucitar. Esa es la eterna enseñanza que nos legó el Cordero del Señor. Por eso, estamos en este convento enclaustrados entre tapiales sacros, para alejarnos del bullicio del mundo y encontrar el silencio del alma.
¿Qué significa este jardín en cual nos aislamos? Imitamos a Cristo cuando durante cuarenta días se adentró en el desierto a enfrentarse a las tentaciones del innombrable y sus chacales, serpientes y todo tipo de alimañas. Solo al encontrar lo que está más allá de la apariencia encontraremos la iluminación y la Divina Gracia.
Durante días medité sobre las palabras de Fray Bernardo, en el día o la noche, mientras hacía la vigilia para preparar el alma para recibir al Cordero del Señor, con la llegada del sol. Imaginaba a Cristo enflaquecido, la piel ampollada por el inclemente sol, y su largo pelo polvoriento. Sentado en la arena del desierto, rodeado de resequedad y soledad, solo entre dunas de arena. Con la mirada traspasaba los espejismos que creaba el ángel rebelde a su alrededor.
El demonio no encontraba la manera de seducir al nuevo Adán, se veía atormentado por encontrar la manera de aguijonear a Jesús, era con deseo terrenales para atarlo a este reino, atraparlo y hacerse Señor de una vez por todas de esta tierra, de donde fue expulsado. Para su desgracia Cristo vivía fuera de todo anhelo terrenal, ¿Cómo amarrarlo a él?, se preguntaba el tentador. El innombrable creó tronos con incrustaciones de oro y diamantes, respaldares tallados en marfil con fauces de leones. Cristo sin titubear ante tan vanos esfuerzos, le respondía:
– Pierdes el tiempo, no busco el dominio sobre otros, busco el despertar del espíritu y el amor sin posesión. Tentador, solo deseas sembrar el egoísmo en los hijos de Adán y Eva sojuzgarlos, esclavizarlos, humillarlos, envilecerlos, esas son algunas de tus armas para encadenar sus almas ¡Desaparece de mi presencia!
El innombrable no se daba por vencido, no comprendía tal obstinación, con un gesto de su mano hizo desaparecer las riquezas que había creado como ilusionista que era. Ante Jesús hizo surgir un manantial de agua fresca, rodeado de palmas cubiertas de jugosos dátiles, melones maduros, higos, granadas y membrillos. Mientras sus labios estaban resecos, agrietados y sangrantes. Cada palabra que brotaba de su boca le provocan punzadas de dolor, al sobreponerse le dirigió su dura palabra:
– Crees que vas a subyugarme como has hecho con los hijos de Adán y Eva; los envileciste con falsas necesidades y solo viven para satisfacerlas. Solo así lograste que olvidaran la belleza y la grandeza de cada fragmento del universo. Tu reino es la esclavitud del espíritu, es la ceguera, la estrechez de la mirada, la impiedad. No puedes soportar que alguien te rechace a ti y a tus perecederos dones, porque mostrarías el camino que pondría fin a tu reino.
Aleja de mí tu oasis, las profecías se cumplirán a pesar de ti. Bebí gota a gota la poca agua que tragué conmigo, hace varios soles, en resecos odres de piel de cabra, ahora bebo las gotas que el rocío deja sobre mis labios cada amanecer. No podrás tentarme, no dejaré de amar al camaleón, a las aves, al sol, al aire que respiro, al llanto del niño que nace y al anciano que muere. Apártate tentador, la piedad se corrompe con tus dones.
Las lágrimas brotaron de mis ojos al imaginar aquel enfrentamiento. Cuando me enceguecía al mundo, entre esas ensoñaciones, el padre Bernardo me hablaba y de alguna forma se las ingeniaba para devolverme a la realidad, en una de sus intentos alzó el tono de voz para decirme:
– Rojas, pasé lleno de afanes casi toda mi vida en una búsqueda que aún me tienta, y por lo visto vas por el mismo camino, no lo permitiré. Sé que me acerco a la muerte, más no la deseo, es mayor el anhelo de poder sentarme bajo estos árboles para disfrutar de sus aromas, regocijarme del verdor de sus hojas y de las suaves rugosidades de cada tronco. Sentir el olor a tierra que anuncian las lluvias, gozar el golpetear del pájaro carpintero al agujerear los troncos de los árboles para sembrar su nido, o del alegre canto del “Cristo Fue” al celebrar la vida. Me hacen amar cada día. Deseo solo existir. Mientras conversamos, ríos de sangre recorren nuestro cuerpo, el aire entra por nuestros pulmones y es transportado a todos los rincones del cuerpo, eso sucede sin percatarnos. Existe una armonía y un orden perfecto en cada fragmento del universo que expresa el milagro de la vida, quiero convertirme en el palpitar de mi corazón, en el fluir de mi sangre. Cuando veo el inquieto volar de un águila siento envidia. Deseo recuperar esa inconsciencia, esa naturalidad del actuar sin premeditación de la cual me exilé por mis ambiciones y deseos de inmortalidad. Solo cuando hundo las manos en la tierra para sembrar alguna semilla y podo algún árbol, los pensamientos se acallan. Siento que la vida toma sentido, pero cuando empiezan las ideas a brotar otra vez, todo vuelve a oscurecerse, las dudas se agolpan y la desesperanza nace otra vez:
-Eduardo Rojas no quiero que eso pase contigo, eres un Hacedor de santos.